Músicos de Metro en París: oficio de magos con porvenir

Fabio Martínez tocando en el metro de París


Por Fabio Martínez

Todos los días los zaguanes del metro de París —donde circula un promedio de tres millones de personas— se llenan de músicos de todos los rincones del mundo. Invierno es la época de mayor concurrencia, pues el frío no permite hacer música al aire libre, y el solo hecho de pensar en la idea de no comer durante ese tiempo, es ya un acto demasiado grave que puede traer en primavera consecuencias funestas. Chinos, africanos, latinoamericanos y europeos, bajan todos los días a ese lugar común y se reúnen a cantar para poder pagar alquiler de su cuarto, completar el dinero de una matrícula universitaria o comer. Algunos más obstinados que otros trabajan horas extras para pagarse un viaje a la India, comprar un piano de segunda o, en definitiva, reunir para el billete de regreso. Estos últimos están dotados de una fuerza y una disciplina extraordinaria que puede ser puesta a prueba en cualquier circunstancia.

Una grata sorpresa

Para el turista que se pasea por estos socavones el encuentro con la música en el metro es una grata sorpresa que le enriquecerá sus vacaciones y le dará de qué hablar más adelante. Sin embargo, a veces hace bien desconfiar de la opinión del turista, pues sin querer ofender a nadie, éste puede ser una persona que no ve más allá de lo que el guía le indica. "Es maravilloso", dirá y tirará la moneda a la funda del instrumento.
El trabajo de ser músico de metro es un trabajo hermoso. Pero es también asfixiante y lleno de fatigas. Podría compararse al difícil oficio que hace el payaso en el circo, con la diferencia de que un payaso, aunque sea de circo pobre, tiene salario fijo. El músico de metro, no. Hacer reír, hacer divertir a la gente que cada día se siente más agobiada es realmente un trabajo de locos. Sobre todo en el metro de París, donde el pasajero antes de reírse lo piensa siete veces.

Comienza la función

A las diez de la mañana se lanza el primer turno. El metro ya ha iniciado su tediosa marcha desde las cinco, transportando toda esa masa obrera que en su mayoría proviene de las antiguas colonias francesas. Los músicos que han elegido los zaguanes desenfundan sus herramientas en el lugar escogido y en el acto, empiezan a afinar. Estos músicos saben de antemano que parados en un solo sitio no harán el dinero que puede hacerse el músico de vagón, pero ellos lo han decidido así; han buscado el lugar menos sórdido para hacer una música más reposada. Los músicos que han elegido el vagón se calientan directamente en el muelle donde se espera el tren. Allí se hacen los cambios, los últimos retoques de las dos canciones que van a tocar en el recorrido de cuatro estaciones. Estos músicos no escogen el zaguán por dos razones: una, porque su repertorio es limitado; y dos, porque saben que el vagón que les estremece hasta el alma es contradictoriamente, más rentable. Un músico de vagón se puede hacer en dos horas un promedio cien francos (alre­dedor de mil pesos colombianos), dinero que le permitirá vivir como el estudiante en París. Pero esta cifra está sujeta a diferentes contratiempos extramusicales, que el trabajador irá conociendo en el ejercicio de su profesión. Muchas veces ocurre que la música es buena, aceptable para el público, pero hay una cosa que falla: el manguero. El manguero, que por lo general no es músico, es el hombre que pasa por el vagón recogiendo el dinero. Es el alma del grupo y de él depende el Oficio de magos éxito económico o el fracaso. Un manguero con alma de limosnero pondría inmediatamente en peligro esta empresa de magos ambiciosos.

El vagón negro

Otras veces son la policía y los ladrones los que no dejan que el trabajo se realice con éxito. Subirse a un vagón sin darse cuenta que manos de seda va a utilizar la música al servicio de ese delicado trabajo, es un error craso que sólo se le puede perdonar a un aprendiz de metro. Los niños gitanos, como es sabido, ya son demasiado conocidos en este ambiente y por lo mismo pasan inadvertidos para todo el mundo. La policía uniformada por lo general hace suspender la música y pide papeles a los extranjeros, pero a veces hay agentes melómanos que se hacen los sordos, y prefieren pasar de largo.
Pero lo peor que le puede suceder a un músico de metro es tomar el vagón negro. El vagón negro es el que está infestado de tiras. Por lo general andan en grupos de tres y no se sienten. En Francia hay dos tipos de tiras: el viejo cincuentón que usa saco y corbata y tiene la nariz colorada de tanto beber vino; pero el que está de moda hoy en día es el joven que no pasa de treinta años, cabello corto, chaqueta negra de cuero (ojalá bien desteñida) y zapatos tenis. ¿Una salida desesperada de algunos jóvenes (súmese negros antillanos con papeles franceses) a la ola de desempleo que azota hoy al país? Digamos que sí, pero de todas maneras funesta y peligrosa para los años que vienen.

¿Quién lo paga?

¿Quién es, entonces, el que apoya al músico del metro? ¿Quién es el que le paga su trabajo? Esto todavía sigue siendo un misterio, pues hay gente que da porque "el día está lindo y hay sol en la ciudad", o también, porque quiere desembarazarse de los músicos. Una vez oí en un vagón que un hombre le decía al manguero al tiempo que le ponía una monedita en sus grandes manos: "Tome y le suplico que se callen, ¿sí?".
Otra vez, un mexicano entusiasta, sabiendo que los músicos que sonaban eran de origen colombiano, sacó cuatro monedas de a franco, y añadió:
“Andale, dos francos para ustedes y dos para el M-19". En realidad nadie sabe quién es el que da y lo peor, por qué da, pero lo cierto es que el manguero se tiene que lavar todos los días sus sagradas manos pues sabe que el dinero es el mejor vehículo de las infecciones contagiosas.
Otras especies que hacen parte de este ambiente sórdido y familiar que es el metro, son los controladores de tiquetes y los clochard. Los controla­dores aburridos, como algunos policías, de cumplir el fastidioso papel de perros guardianes, dejan que la música pase.
Los más enfermos se esconden detrás de los muros para coger infraganti al miserable músico que ni siquiera tiene para comprar un tiquete. En el recibo que llegará a la casa por correo postal, rezará: "Multa de doscientos francos por hacer ruido en sitios públicos”. Multa que nadie paga, esa es la regla. Pero para los 5 titiriteros, el castigo es peor si se lo mira moralmente: "Multa de doscientos francos por mendicidad".

La hora de las cuentas

Después de dos o tres horas de trabajo, diurnas o nocturnas, se pasa a la contabilidad. El manguero es el que ordena, en pilas de diez francos, las monedas. Las piedras de diez, como dicen los argentinos, son las primeras que se reparten. Las monedas amarillas de la mala suerte (por lo general, la gente más cínica es la que suelta este cobre barato) no se cuentan. Se reparten por puñados y a ciegas. El conteo se puede hacer en el muelle del metro, pero ahora con las nuevas medidas contra los inmigrantes y la intensificación de la vigilancia, es una tarea difícil de realizar.
Así, una jornada de trabajo ha tocado su fin. El músico sale a la calle y al respirar por primera vez el viento frío, nota que los pulmones no están en sus mejores condiciones. Habla y su voz suena gastada. Entonces piensa que ese día ha ganado para vivir y pagar sus estudios, pero sabe que algo ha dejado allá abajo en esa caverna humana. No le importa. Sólo él y su amigo fiel, el clochard, saben que la gloria y la felicidad en el mundo, únicamente se conquistan a un duro precio.

Depende del repertorio


Hoy es común oír en español a la salida del metro de París: "Hermano, vamos a tener que cambiar de repertorio; hoy solo hemos ganado como una femme de menage (*). Y es verdad, pues ha ocurrido que músicos con ese mismo dinero (veinte fran­cos/hora) no sólo han pagado sus estudios, sino que han traído a su familia para que se den un paseo por "lasEuropas".
Para el turista que pasa por el metro y desea contribuir a esta empresa de magos con porvenir, se le aconseja que se abstenga de las monedas amarillas, pues esto es peor que lanzarle a un músico una bofetada en pleno concier­to; por el contrario, antes de partir es mejor que piense en incluir en su presupuesto unos gastos por concepto de "conciertos y espectáculos sorpresa". Sería una buena obra en la que las dos partes saldrían bien libradas: ¿quién niega que la música en un lugar tan angustiante como es el metro, no cumple una función higiénica en el espíritu de sus usuarios?

* Femme de ménage: Mujer de origen extranjero (de preferencia: país subdesarrollado) que viaja a París a hacer una especialización. En sus horas libres se ocupa del oficio doméstico en casas ajenas. De eso vive.