El escritor y la bailarina (Cuentos, 2012)



Cuento de El escritor y la bailarina de Fabio Martínez

El Espectador

                   A don Guillermo Cano
                   In Memoriam

Nos conocimos en el Magazín Dominical de El Espectador. Exactamente, en las páginas finales de este semanario cultural donde el director acostumbraba a publicar a los jóvenes escritores que comenzaban a descollar en el cerrado mundillo de las letras hispanoamericanas. Las primeras páginas, como era costumbre, estaban dedicadas a los escritores consagrados y a alguno que otro lagarto literario que era amigo del director o de los dueños del periódico. La portada, por supuesto, era exclusividad de un pavo real que en ese momento estaba de paso por Bogotá y había acabado de ganar el Premio “Cervantes”.
El placer más grato que teníamos los lectores era abrir cada domingo las páginas del suplemento y sentir el olor a tinta fresca que brotaban de sus hojas; el fuerte olor a tinta tipográfica que se confundía con la textura suave y delicada del papel.
Si por una decisión terca del director descubríamos, de pronto, un artículo nuestro, así fuera publicado en las últimas páginas, el placer era tan grande, que nos pasábamos todo el domingo en pijama releyendo el Magazín.
Fue, justamente, en aquellos años que lo conocí. Al principio, como un lector que se acerca desprevenidamente a un texto, comencé a leerlo sin hacerme demasiadas ilusiones. Debo decir que en ese momento de la lectura, el hombre era todavía un ser anónimo que carecía de cuerpo, y si se quiere, de espíritu. Pero a medida que fui penetrando entre sus líneas, el hombre fue cobrando una dimensión inusitada, tenía un cuerpo, poseía una voz y una presencia arrasadora innegable, que cada domingo me obligaba a buscarlo afanosamente en las últimas páginas de la revista dominical.
Como el joven escritor no hacía parte del Santo Oficio de las Letras hispanoamericanas, debo confesar que en más de una ocasión lo colgaron en el periódico,  dejándolo en el silencio más absurdo.
Debo advertir que cuando hablo de hombre es sólo una veleidad machista de mi parte, pues a pesar de que sus textos venían firmados con un nombre masculino, en sus escritos, que eran rigurosos en su forma y precisos en su contenido, no era fácil identificar el sexo del autor. Con él se producía algo parecido al caso de George Sand, la escritora francesa que firmaba con un apelativo masculino para ser publicada y así burlarse de la censura de la época. La escritora de marras se llamaba en realidad, Aurore Dupin, la baronesa Dudevant, autora de El pantano del diablo.
Cuando te acercabas a los pliegues del texto, no importaba quien estaba detrás de esas formas y de esas líneas. No tenía sentido preguntarse si allí se refugiaba un hombre, una mujer o un ambidextro. Lo cierto es que apenas el voceador de periódicos llegaba a la puerta de tu casa con El Espectador y te lo entregaba a cambio de unas monedas, tú, enseguida, buscabas con ansiedad las últimas páginas del Magazín.
Así fue surgiendo una amistad cómplice y profunda entre tú y él; o entre tú y ella (para que le hagamos justicia a las mujeres). Fue creándose una hermandad incondicional con ese hombre o esa mujer invisibles que cada cierto tiempo, cuando al director le daba la gana publicarlo, aparecía en cuerpo y alma, así fuera en las páginas rezagadas del suplemento.
En alguna ocasión, con el ánimo voyerista de querer saber más sobre él o sobre ella, escribí una carta a la Sección del lector, sugiriéndole que por qué razón no hacía que metieran sus excelentes artículos en las primeras páginas, a lo que él me contestó que no era necesario porque él, algún día, iba a desaparecer.
Hasta que una mañana los bárbaros le pusieron una bomba a El Espectador dejando en ruinas el viejo edificio de la avenida 68.
Cuando vi las primeras imágenes por la televisión, lo primero que pensé fue en mi viejo amigo que había conocido en el Magazín. En el camarada cómplice que cada domingo —cuando no lo colgaba el director— me mostraba los pliegues de sus formas alimentándome mi espíritu. Mi gran amigo o amiga, que conversaba conmigo cada domingo en casa, al calor de un café. Lo busqué entre las imágenes siniestras que pasaban sin cesar por la televisión, y en medio de los escombros, felizmente, no lo hallé.
El carro bomba con 135 kilos de dinamita fue un golpe bajo al país y a la libertad de expresión.
Pasaron varios años y no volví a tener noticias de mi amigo.
Hasta anoche que aburrido de estar sentado frente a la pantalla de la televisión, abrí la otra pantalla, la de mi laptop, y me encontré de nuevo con aquella sonrisa fresca y burlona que había perdido hacía algún tiempo. Allí estaba mi amigo invitándome al placer sublime de la lectura, al delicioso juego intelectual que produce la memoria.
Era extraño y, hasta cierto punto, demencial: el hombre o la mujer que había conocido en el Magazín Dominical de El Espectador hacía algunos años, ahora estaba allí, pero no era real, ya no olía a tinta fresca ni tenía la suave y delicada textura del papel.