Biografía y Contacto

Fabio Martínez

Cali, Colombia, 1955. Maestría en Estudios Ibero-americanos, Universidad de la Sorbona, París III. Doctorado en Semiología de la UQAM, Montreal, Canadá.


Libros publicados:

  • Fantasio. Cuentos para bailadores. Editorial Universidad del valle, Cali, 1992. 
  • El viajero y la memoria. Un ensayo sobre la literatura de viaje en Colombia. Pontificia U. Bolivariana, Medellín, 2000.
  • Club social Monterrey. Novela. Editorial Facultad de Humanidades. Univalle, Cali, 2003. 
  • La búsqueda del paraísoBiografía de Jorge Isaacs. Editorial Planeta, Bogotá, 2003.
  • Pablo Baal y los hombres invisibles. Novela. Univalle, Cali, 2003.
  • Del amor inconcluso. Minificciones. Común Presencia Editores, Bogotá, 2006.
  • Balboa, el polizón del Pacífico. Novela. Editorial Norma, Bogotá, 2007.
  • El fantasma de Íngrid Balanta. Novela. Caza del libro y Pijao Editores, Ibagué, 2008.
  • Un habitante del séptimo cielo. Edición bilingüe. Novela. Univalle y Vericuetos de París, 2011.
  • El tumbao de Beethoven. Novela. Común Presencia Editores, Bogotá, 2012.
  • El escritor y la bailarina. Cuentos. Colección El Solar. Escuela de Estudios Literarios, Univalle, 2012.


Como antologista y editor ha publicado los libros:

  • Cuentos sin cuenta. Antología de relatos de escritores colombianos. Programa Editorial Universidad del Valle, Cali, 2003
  • Cali-grafías. La ciudad literaria. Antología bilingue. Univalle-Vericuetos Paris, 2004.
  • Colección El Solar. Veinte libros de cuentos colombianos. Escuela de Estudios Literarios. Univalle, 2012


Distinciones:

  • Mención Especial en la Beca Ernesto Sábato Cali, 1987.
  • Primer Premio de Ensayo latinoamericano René Uribe Ferrer, Medellín, 1999.
  • Primer Premio ‘Jorge Isaacs’, 1999.
  • Fue el Director fundador del periódico La Palabra.
  • En la actualidad es columnistra de eltiempo.com
  • Desde hace más de veinte años es profesor titular de la Universidad del Valle.


Contacto:



El Desmemoriado (Novela) de Fabio Martínez


Cuando la imaginación nos acusa

Por Marcos Fabián Herrera

A Ray Bradbury debemos que acuarelas de fantasía nos hayan hecho reflexionar sobre la deshumanización de la ciencia y el desvanecimiento de las fronteras éticas. El desenfreno en la experimentación científica y la hegemonía de la técnica, nos ha recordado vaticinios gestados en la fecundidad literaria: Un mundo panóptico controlado por un ojo ciclópeo que escudriña a los humanos sin empacho; urbes narcotizadas y sometidas al culto frívolo que imponen humanoides; y cuadrillas de hombres empecinados en incinerar todo vestigio libresco en la tierra, son apenas algunos de los atisbos que la literatura ha osado en dibujar sobre los inciertos días del futuro.
Pero también los ensayistas han diseccionado el tema. Quizás una de las nostalgias más enquistadas en la reflexión contemporánea de los pensadores de la cultura sea la del acervo letrado que se diluye en medio del barullo de esta época sin asidero; la supremacía del fragmento, la fugacidad del dato y la eclosión de alfabetos torpes y formatos multidimensionales, dejan perplejos a los cofrades de Gutenberg.
El desmemoriado de Fabio Martínez, ficción de sangre Braudburiana, ha tenido como umbral un señuelo propio de la lúdica literaria: Una caja de pandora que se abre la noche del 19 de diciembre del 2012 cuando Pitty introduce en el programa Novel las palabras “memoria”, “Manzana” y “Pitty”. Así, obtiene la novela que la agobiante vida de empleado de la multinacional memoria Babel le ha impedido escribir, y surgen las 174 páginas de este artilugio apocalíptico y crudo, premonitorio y futurista.
Pitty Caballero Santos es un profesor de la universidad Nacional, que por sus habituales jornadas licenciosas, no llega a tiempo al lugar en el que se entregan las tabletas electrónicas que permiten el ingreso a la nueva sociedad virtual. Sometidos a las privaciones que genera el carecer de este artefacto, él y su esposa, Manzana Siachoque, deberán sortear dificultades por ser seres confinados al ostracismo  y desterrados de la legalidad digital.
Si el pensamiento se extingue y la información se ensancha en las múltiples formas que posibilita los atavíos de la virtualidad, tendrá pertinencia preguntar, ante la desazón del profesor Pitty que pierde su bagaje cultivado con la pertinacia propia del intelectual decimonónico:
Para qué leer un libro si todo está sintetizado en Wikipedia; para qué pergeñar un buen verso si ya todo está escrito en la memoria de Babel y circula en la red; para qué dibujar un plano, una figura o un paisaje si existen miles de programas que hacen esto mejor tú; para qué traducir un libro si ya tienes miles de softwares que te lo traducen y lo hacen mejor que tú; para qué crear una composición musical si la puedes bajar por internet; para qué pensar si existen miles de programas virtuales que piensan por ti, ahorrándote el camello intelectual de pensar. El pensar es un camello, que para poder atravesar el desierto de la ignorancia, tiene para ello dos gibas en su cuerpo llenas de agua.
Si las buenas novelas han de llevar a los lectores a los entresijos del caos para develar los espejismos, y los libros son el último refugio de quienes desdeñan la estolidez, El desmemoriado de Fabio Martínez puede ser la primera pócima para beber antes de caer el embotamiento mental que enajenó a Pitty y lo condenó al automatismo de los zombis.




El desmemoriado, una novela entre las redes de las redes

Por Gustavo Reyes

El desmemoriado podría ser algo tan imposible como una novela dentro de un cuento. Una ostra dentro de la perla. Se presenta como una novela explícitamente y desde el principio y, aparte de que nadie se atrevería a proponer como cuento un relato de 174 páginas, tiene forma e intención de novela. Sin embargo, el sabor residual que queda tras la lectura de El desmemoriado es el de un sueño, y los sueños son relatos instantáneos y no novelas.
Cuando Pitty Caballero termina de leer con nosotros la novela de su vida, descubrimos que hemos sido timados por el personaje y, como en una trama de thriller perfecta, el asesino es uno, y la víctima el planeta Tierra.
Esta quinta novela de Fabio Martínez, perteneciente al universo de la anticipación o ciencia ficción, es también una protesta, un manifiesto, un desquite, una diatriba y una advertencia construida en el habla llana de la calle para darnos el anticipo de un futuro alucinante que, quizá, ya no  estaríamos a tiempo de evitar, a menos que espejos como el que se propone ser esta obra actuaran como  freno de emergencia.
 La historia de El desmemoriado es una parábola esperpéntica que comienza dos veces y en diferentes fechas. La primera la noche del 19 de diciembre de 2012, y la segunda 56 años después, el amanecer del 6 de agosto de 2068, el día en que la ciudad se apresta a celebrar su aniversario número 530.
La obra, dedicada a la memoria del escritor y periodista Ignacio Ramírez,  se desarrolla en la geografía física y psíquica de una Bogotá que el autor conoce y que ahora, al retroceder al futuro, desconoce y lo vulnera.
Al lado de Pitty Caballero y Manzana Siachoque, la ciudad es coprotagonista. Es en sus entrañas donde ocurre la historia de esta  curiosa pareja que con su postura alternativa funge a lo largo del libro como una especie de conciencia que, de alguna manera, subsiste gracias a que logra respirar un aire menos viciado que el que intoxica a los millones de habitantes del Distrito Capital, una megaciudad transformada en el sueño pesadillesco de la tecnocracia y la automatización a ultranza.
Mediante un lenguaje desabrochado que recuerda la prosa generacional de Andrés Caicedo, el autor contrasta y matiza una ciudad que respira y transpira a “2.600 metros sobre el nivel del mal” mediante cientos de miles de pantallas encargadas de suplantar la presencia humana. Martínez aprovecha para ajustar cuentas con el stablishment, con Obama, con los narcos y los paramilitares, la guerrilla y la burocracia, las relaciones virtuales y el terrible progreso de la humanidad, e incluso con la masa inmensa de lectores que, como una pandemia, desertan de la literatura para digerir las pastillas deslactosadas del párrafo virtual.
El hecho fortuito de que Pitty Caballero y su esposa Manzana Siachoque lleguen tarde a registrarse como habitantes de la ciudad desata la acción que se desarrollará en adelante. Un adelante a partir del cual El desmemoriado establece un puente en el que conviven presente y futuro con el objeto de remarcar aún más las divergencias entre los siglos XX y XXI y, de esta manera, lograr que el ajiaco y los alimentos encapsulados compartan mesa con la misma naturalidad que los ciudadanos toman taxis aéreos para ir a comprar computadores robados en Patio Bonito.
La novela es una fuga constante para escapar no solo de las asfixiantes autoridades que, al igual que en 1984 de George Orwell o el Mundo Feliz, de Aldous Huxley, gobiernan como una entidad invisible que decide el destino de la Ciudad - Estado creada por Martínez.
  Para él la escritura de ficción siempre ha sido un hecho lúdico, una oportunidad excepcional de desacralizar y cuestionar lo establecido, de modo que El desmemoriado, fiel a esa postura irreverente se viene con todo desde la primera hasta la última línea. Los mismos nombres de sus personajes le advierten al lector acerca de su comicidad: Harold Almorranas, Manzana Siachoque, Pitty Caballero son una muestra de la actitud bromista del escritor. El humor en medio del delirio paranoico es una constante a lo largo de la vida, y sirve para escamotear una cotidianidad en la que los robots y los clones ganan terreno merced al desplazamiento de los propios humanos, con su suicida complicidad.
En la Bogotá de 2068 los ciudadanos mediante un harakiri absurdo admiten su propia destrucción a cambio de un confort y una seguridad cuyo precio es la vida “humana” a cambio de la robotización. De la libertad solo van quedando las versiones virtuales prefabricadas de una sociedad en la que incluso la intimidad se transforma en representación virtual.
Los personajes de Martínez tienen un el aspecto y la actitud que conviene a seres destinados a llevar la ironía hasta sus últimas consecuencias. El epígrafe elegido por el escritor para su novela: “El presente está en peligro. El planeta vive, titubea, rueda, eructa, tiene hipo, ventosea día a día. Todo se hace, se vive a corto plazo. El futuro se borra tanto o más en cuanto depende, no solo de azares y bifurcaciones, sino también de un eventual todo o nada”, de Edgar Morin, nos anuncia un mundo globalizado que se comporta como un nuevo rico de la ciencia y la rebaja al  servicio de la automatización humana.
Esta novela funciona como un revulsivo que a la vez que replantea el desafío de saber administrar los avances de la ciencia en beneficio de la humanidad y la absurda miopía de esos mismos seres humanos que juegan a la ruleta rusa con ella.
La Bogotá de Martínez está llena de guiños para el nativo y el adoptado Para quienes han crecido o vivido en la capital interpretar la burla que entraña el apellido Goyeneche es algo casi mecánico. El científico transformador de la ciudad, el creador de una inverosímil cubierta de plástico corrediza  con la que se protege la metrópoli de las lluvias ácidas o del sol sin filtros, así como la canalización del río Bogotá, ahora convertida en autopista, y otros avances igualmente desopilantes, es un loco.
El desmemoriado nos plantea la solución como problema, capturándonos en las redes de las redes, de las que necesariamente solo cabe esperar que podamos escapara a tiempo.

El Puerto: Memoria gráfica de Buenaventura


Por Fabio Martínez
Escritor y Director de la
Universidad del Valle Sede Pacífico

En el año de 1938, durante el gobierno del Presidente Eduardo Santos Montejo, un  grupo de amigos que se reunían en un pequeño café de Buenaventura, decidieron fundar el periódico “El Puerto”.
En el país se respiraba una atmósfera de cambios y reformas económicas y sociales. El Gobierno anterior, que estuvo en las manos de Alfonso López Pumarejo, acababa de realizar la famosa “Revolución en marcha”, que se empeñó en modernizar el país, contra las ideas ultramontanas, que venían del siglo pasado.
El grupo de amigos, encabezado por Teodomiro Calero Vernaza, quien a la época era un empleado de los Ferrocarriles del Pacífico, vio la necesidad de crear un medio informativo, que rompiera con el aislamiento crónico que sufría el puerto, y a su vez, dotara a la ciudad de un periódico, que diera cuenta del día a día, de su vida cotidiana y social.
Fue así como don Teodomiro Calero, en compañía de Gilberto Morionis Payán, Modesto Satizábal Vergara y Emilio Varossi, fundaron el periódico “El Puerto” el 9 de Ocubre de 1938, hace setenta y cinco años.
A partir de este momento, el periódico “El Puerto” comenzó a tener una interlocución con los gremios de la ciudad, con el sector político y con la ciudadanía en general, convirtiéndose en el puente de comunicación y diálogo con la clase dirigente regional y nacional, que ha mantenido una mirada excluyente frente al puerto más importante del país.  
En los años cincuenta, durante el período de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, “El Puerto” fue objeto de la censura, así como lo fueron: “El Tiempo, “El Espectador” y El Siglo”, entre otros.
Luego de la dictadura, “El Puerto” continuó en la brega de informar a la ciudad; y de opinar acerca de los problemas álgidos que ha vivido esta importante ciudad enclavada en el Pacífico colombiano.
A lo largo de sus 75 años, “El Puerto” ha contado con varios directores, entre los que se cuentan, su director fundador: Teodomiro Calero Vernaza,  Gómalo Arias, Lides Renato Batalla, Carlos Olave, Eugenio Caicedo, Servando Ferrer García, Pedro Vega Vence, Silvano Garcés,  Armando Caicedo, Antonio Ahumada y Diego Calero Sánchez.
La última etapa de “El Puerto” ha estado bajo la dirección de Diego Calero Sánchez, el hijo de don Teodomiro, quien asumió las riendas del periódico en el año de 1987. Luego, en 2000, al ingeniero Calero Sánchez le tocó asumir la primera transformación tecnológica del periódico, dejando atrás el mundo de los linotipos y las galeras, para asumir el nuevo sistema de armado en sistema digital y la impresión en offsefet.

El reto actual de “El Puerto” es, además de seguir editándolo en papel, entregarlo al público en su versión digital. 

El escritor y la bailarina (Cuentos, 2012)



Cuento de El escritor y la bailarina de Fabio Martínez

El Espectador

                   A don Guillermo Cano
                   In Memoriam

Nos conocimos en el Magazín Dominical de El Espectador. Exactamente, en las páginas finales de este semanario cultural donde el director acostumbraba a publicar a los jóvenes escritores que comenzaban a descollar en el cerrado mundillo de las letras hispanoamericanas. Las primeras páginas, como era costumbre, estaban dedicadas a los escritores consagrados y a alguno que otro lagarto literario que era amigo del director o de los dueños del periódico. La portada, por supuesto, era exclusividad de un pavo real que en ese momento estaba de paso por Bogotá y había acabado de ganar el Premio “Cervantes”.
El placer más grato que teníamos los lectores era abrir cada domingo las páginas del suplemento y sentir el olor a tinta fresca que brotaban de sus hojas; el fuerte olor a tinta tipográfica que se confundía con la textura suave y delicada del papel.
Si por una decisión terca del director descubríamos, de pronto, un artículo nuestro, así fuera publicado en las últimas páginas, el placer era tan grande, que nos pasábamos todo el domingo en pijama releyendo el Magazín.
Fue, justamente, en aquellos años que lo conocí. Al principio, como un lector que se acerca desprevenidamente a un texto, comencé a leerlo sin hacerme demasiadas ilusiones. Debo decir que en ese momento de la lectura, el hombre era todavía un ser anónimo que carecía de cuerpo, y si se quiere, de espíritu. Pero a medida que fui penetrando entre sus líneas, el hombre fue cobrando una dimensión inusitada, tenía un cuerpo, poseía una voz y una presencia arrasadora innegable, que cada domingo me obligaba a buscarlo afanosamente en las últimas páginas de la revista dominical.
Como el joven escritor no hacía parte del Santo Oficio de las Letras hispanoamericanas, debo confesar que en más de una ocasión lo colgaron en el periódico,  dejándolo en el silencio más absurdo.
Debo advertir que cuando hablo de hombre es sólo una veleidad machista de mi parte, pues a pesar de que sus textos venían firmados con un nombre masculino, en sus escritos, que eran rigurosos en su forma y precisos en su contenido, no era fácil identificar el sexo del autor. Con él se producía algo parecido al caso de George Sand, la escritora francesa que firmaba con un apelativo masculino para ser publicada y así burlarse de la censura de la época. La escritora de marras se llamaba en realidad, Aurore Dupin, la baronesa Dudevant, autora de El pantano del diablo.
Cuando te acercabas a los pliegues del texto, no importaba quien estaba detrás de esas formas y de esas líneas. No tenía sentido preguntarse si allí se refugiaba un hombre, una mujer o un ambidextro. Lo cierto es que apenas el voceador de periódicos llegaba a la puerta de tu casa con El Espectador y te lo entregaba a cambio de unas monedas, tú, enseguida, buscabas con ansiedad las últimas páginas del Magazín.
Así fue surgiendo una amistad cómplice y profunda entre tú y él; o entre tú y ella (para que le hagamos justicia a las mujeres). Fue creándose una hermandad incondicional con ese hombre o esa mujer invisibles que cada cierto tiempo, cuando al director le daba la gana publicarlo, aparecía en cuerpo y alma, así fuera en las páginas rezagadas del suplemento.
En alguna ocasión, con el ánimo voyerista de querer saber más sobre él o sobre ella, escribí una carta a la Sección del lector, sugiriéndole que por qué razón no hacía que metieran sus excelentes artículos en las primeras páginas, a lo que él me contestó que no era necesario porque él, algún día, iba a desaparecer.
Hasta que una mañana los bárbaros le pusieron una bomba a El Espectador dejando en ruinas el viejo edificio de la avenida 68.
Cuando vi las primeras imágenes por la televisión, lo primero que pensé fue en mi viejo amigo que había conocido en el Magazín. En el camarada cómplice que cada domingo —cuando no lo colgaba el director— me mostraba los pliegues de sus formas alimentándome mi espíritu. Mi gran amigo o amiga, que conversaba conmigo cada domingo en casa, al calor de un café. Lo busqué entre las imágenes siniestras que pasaban sin cesar por la televisión, y en medio de los escombros, felizmente, no lo hallé.
El carro bomba con 135 kilos de dinamita fue un golpe bajo al país y a la libertad de expresión.
Pasaron varios años y no volví a tener noticias de mi amigo.
Hasta anoche que aburrido de estar sentado frente a la pantalla de la televisión, abrí la otra pantalla, la de mi laptop, y me encontré de nuevo con aquella sonrisa fresca y burlona que había perdido hacía algún tiempo. Allí estaba mi amigo invitándome al placer sublime de la lectura, al delicioso juego intelectual que produce la memoria.
Era extraño y, hasta cierto punto, demencial: el hombre o la mujer que había conocido en el Magazín Dominical de El Espectador hacía algunos años, ahora estaba allí, pero no era real, ya no olía a tinta fresca ni tenía la suave y delicada textura del papel.

El tumbao de Beethoven (Novela, 2012)



Fragmento de la novela El tumbao de Beethoven de Fabio Martínez

Son de la loma

Era una noche especial. Richie Ray y Bobby Cruz, los reyes del boogaloo, se presentaban en el coliseo de El Pueblo, de Cali, después de diez años de ausencia.
Desde su casa ubicada en la colina de San Antonio, Humberto Otero llama por teléfono a Violeta González para invitarla al concierto. Violeta, que no lo ha visto desde su partida a Bogotá, pregunta emocionada: ¿Voy sin calzones?
El joven recoge a Violeta en la esquina de la Novena, y ordenándole al taxista que los conduzca al coliseo, toman la avenida Quinta y se dirigen hacia el sur de la ciudad.
En el aire hay un ambiente cálido y chispeante.
El coliseo está a reventar. Humberto y Violeta toman asiento en Platea y se ubican en un ángulo estratégico para poder ver a los músicos. A ellos no sólo les interesa escuchar la música sino también contemplar el performance que éstos hacen con sus movimientos.
La primera orquesta que sale al escenario es la Gran Banda Caleña; finalmente, hacia las doce de la noche, lo que el público esperaba: se presentan los creadores del boogaloo, que en Cali habían partido la música en dos: Richie Ray y Bobby Cruz.
Richie, un poco más gordo, va vestido con un saco color vainilla, corbatín y pantalón negro. En el bolsillo izquierdo de su camisa lleva una flor amarilla. Bobby Cruz, más alto y espigado, viste un saco color vainilla, corbatín y pantalón negro. Una cruz de oro cuelga de su cuello.
Richie se sienta en el piano; apenas toca los primeros acordes de Sonido bestial, el público, enloquecido, se para en los asientos y comienza a tararear la vieja canción:

Tú que decías
que ya no servía.
Oye,
tú que decías
que ya no salía.

Embrujada por la orquesta, Violeta salta sobre los hombros de Humberto y abriendo sus brazos de par en par los agita salvajemente. Es en aquel momento que el joven siente, a la altura del cuello, una pelusa tibia, como si fuera la piel aterciopelada de un gato, y sonríe. 
Aquella madrugada, Humberto y Violeta terminan cenando en el restaurante El Bochinche. Después de la cena, se van a hacer el amor al Motel Meléndez, del sur de la ciudad.
Es la última vez que Humberto la ve.
Ahora, está sentado en una silla de ruedas, acompañado de su tía Tiresias quien le sirve de lazarillo. Su piel está llena de cicatrices por unos granos que le salieron en Bogotá.
Después de diez años de ausencia, tiene la ilusión de que Violeta algún día regrese a la ciudad, y se cumpla lo que dice la canción de Celio González que escuchaban juntos en el bar de William.

Todos vuelven al lugar donde nacieron    
al embrujo incomparable de su sol.
Todos vuelven al rincón donde nacieron
pero el tiempo del amor no vuelve más.

Humberto la conoció de niño en la colina de San Antonio, el barrio más antiguo de la ciudad. Fue una tarde que él estaba cogiendo mangos en la Circunvalación. El niño estaba debajo del palo de mango cuando un fruto lo golpeó en la cabeza. Alzó la mirada y en la copa del árbol vio a una niña que se estaba comiendo un mango viche.
— Mirá, ve ¿vos cómo te llamás? —preguntó la niña desde lo alto, con ese tono lento y sincopado que usan los caleños.
—Me llamo Humberto. ¿Y vos?
—Violeta. ¿Querés un mango viche?
—Bueno —contestó Humberto.
—Vení, pelado; subí y cogelo.
La niña levantó la falda y le mostró la cuquita.
Desde aquel instante, Humberto aprendería que Violeta González era una niña salvaje que le gustaba ir a todas partes sin calzones.
Humberto vivía en una casona de San Antonio con su heroica madre y sus siete tías. Era una vivienda de techos altos, rojizos, paredes blancas y zócalos verdes. La madre y sus tías trabajaban en La Garantía, la primera fábrica de confecciones que hubo en la ciudad. Apenas llegaba el fin de semana, ninguna ocultaba su pasión por el baile; y en compañía de sus pretendientes, armaban la rumba en la casa o se iban a tirar paso a Juanchito.
Humberto era el único niño de la casa que no tenía padre. O sí tenía. Era un N.N. Por esto era el consentido de su madre y de sus siete tías, las que tan pronto sonaba en el picó una guaracha de Daniel Santos, comenzaban a darle vueltas en el aire hasta marearlo. El niño se movía por entre las piernas sudorosas de la pareja de turno, resbalándose y cayéndose al piso. Apenas le cogía el sueño, se quedaba dormido en el regazo de una de sus tías.
El día que presentó a Violeta ante su familia, temía lo peor: que ella fuera sin cucos. Entonces, le dijo:
—Mi amor, te voy a presentar a mi mamá y a mis siete tías; pero te pido un favor: llevá calzones.
Fresca y risueña, la niña contestó:
—Mirá, Humberto; vos a mí no tenés por qué ordenarme nada. Yo sé qué tengo que elegir para cada ocasión.
Y se presentó sin cucos.


Beethoven Carabalí Reyna sube los sábados a la colina de San Antonio a jugar fútbol. Allí, una tarde, mientras se disputaba un picado entre la gallada de San Antonio y la de El Peñón. Humberto lo conoció y se hicieron amigos.
Bheto, como le dicen sus amigos, es un negro pinchado de ojos color miel que usa el pelo embombado a lo Jimmy Hendrix. Su dentadura es tan blanca que le recuerda el teclado en el que tocó por primera vez Richie Ray en la caseta Panamericana. Al contrario de Humberto, Bheto tiene padre. En su juventud, don Aristarco Carabalí fue cortero de caña del Ingenio Manuelita. Un día, con su machete, se voló tres dedos de su mano derecha; por esto fue indemnizado por la empresa. Con el dinero de la indemnización construyó una casita en el barrio El Diamante, adquirió un equipo de sonido y le compró a su hijo las primeras zapatillas de baile. Son unas babuchas doradas, que hoy están exhibidas en la sala de su casa, al lado de diplomas y medallas.
A Bheto le gustan dos cosas en la vida: la música y el fútbol. El negro acostumbra a andar con una mochila arhuaca llena de acetatos de 45 revoluciones donde está lo mejor del momento: Richie Ray, Celina y Reutilio y Eddie Palmieri.
Los fines de semana el negro siempre está a la cacería de un baile de cuota o un aguelulo. Los famosos bailes de cuota donde brilla la gramática de los bailadores con su sintaxis precisa y sincopada. Los sábados y domingos en la mañana, se pelea por jugar un picado en las canchas de San Antonio, El Vallano o El limonar. Y el domingo en la tarde, su cita infaltable es en la tribuna Sur del estadio Pascual Guerrero, a apoyar al América.
La cancha de San Antonio, al contrario de las otras, es perpendicular. La portería norte queda en el cenit de la loma. La portería sur está situada abajo, en la cornisa inferior de la colina. El onceno que por sorteo gana la guardavalla norte lleva una ventaja grande sobre su contendor, pues sólo le toca bajar hasta la portería y con un toquecito, mete la bola  en el arco contrario. Bola que siempre va colina abajo, toma rauda en dirección a la calle, atraviesa la Quinta y llega hasta la Plaza de Cayzedo. Bheto y Humberto se conocieron en los descansos, mientras los equipos esperaban a que el recoge-bolas bajara hasta el centro de la ciudad y regresara con la pelota.
—Negro, ¿vos de qué barrio venís? —preguntó Humberto.
—Vengo de El Diamante. ¿Y vos?
—Yo soy de aquí, de la colina de San Antonio.
—¿Por qué estás jugando con El Peñón?
—Yo juego en el equipo El Diamante; pero me gusta venir a la loma a recochar.
—Negro, entonces ¿aquí estás sólo de recocha?
—No, hermano. Yo siempre sudo la camiseta con el equipo donde juego. Chóquela, mi pana.
Humberto y Bheto chocan sus puños y se hacen amigos para toda la vida.
Cuando el partido termina, Humberto lo invita a degustar un copito de nieve. En el camino hacia la explanada, encuentran a Violeta encaramada en un chiminango.
—Violeta, por favor. Bajá de ahí. Te voy a presentar a un amigo.
Violeta baja, y poniendo las manos en jarra, dice:
—Negro, desde el chiminango te vi jugar. Tenés un quiebre de cintura, de infarto. ¿Cómo te llamás?
—Beethoven Carabalí. Pero me dicen “Bheto”, alias “La sombra”.
—¿Por qué?          
—Por negro, será. Pelada ¿vos cómo te llamás?
—Me llamo Violeta.
—Me imagino que es tu noviecito —afirma dirigiendo su mirada a Humberto.
—Eso es lo que dicen —responde Violeta y sale brincando por la explanada. 

Entrevista con Fabio Martínez - Letra Urbana

Un habitante del séptimo cielo (Novela 1992 y 2011)



Capítulo de la novela Un habitante del séptimo cielo de Fabio Martínez

OTOÑO

  El cielo en otoño es una jalea amelcochada que en las tardes comienza a descomponerse como una melodía de John Cage; una espátula de cristal ha pasado mezclando un azul intenso con un turquesa y un magenta; si te encontraras en Trocadéro o en el último piso de Montparnasse podrías ver el reguero de manchones que han quedado sobre la esquina de la ciudad, pero dicen que otoño es la estación de los amantes, el tiempo perfecto para escribir poesía; además, la lu  z es ideal, de un color tenue, cobrizo, todos los días se desliza sigilosamente como una serpiente sobre la bruma espesa que se concentra en las calles; no importa si es mediodía o ya esté amaneciendo, pero en medio de ese espectáculo de colores intensos que es el otoño, siempre se mueve un hilo negro e invisible, y lo peor es que tú no te das cuenta.
En las mañanas, a veces cae una brizna de rocío que empapa la cara de los transeúntes y humedece las calles y las aceras; hay días que sale el sol y trata de descongelar esa masa neblinosa que convierte a la ciudad en una fúnebre bóveda, pero a medida que van pasando, ese viejo corrido va calentando menos y perdiendo cada vez más poder, hasta dejar la ciudad hundida en un tono grisáceo y deprimente que te va carcomiendo por dentro. A partir de ese instante, todo dependerá de ti. O te hundes en la ciudad y te dejas perder en esa masa neblinosa, o sales al otro extremo, como el buen buceador conocedor y paciente. Pero estas cosas nunca son evidentes como uno siempre las desea o las piensa, A veces, estás abajo, y sin embargo, te sientes feliz, sin problemas; o estás arriba, en la gloria, y enseguida experimentas una sensación desagradable, de hastío y repulsión hacia ti mismo; descubres lo peor de ti y te das cuenta que eres el hombre más infeliz de la tierra. Pero eso no es lo terrible, lo peor de todo es que tú ignoras el origen de tu odio, de tu malestar, y no sabes a quién achacárselo; a cada instante sientes ese bichito trabajándote por dentro y sin embargo, no sabes por qué ni desde cuándo está operando allí; no te das cuenta si ya venías con eso o lo acabas de contraer en el lugar donde aspiras a vivir y a hacer tu vida, así tú no conozcas a nadie y al principio todo se te presente como algo nuevo y atrayente.
Por esas cosas del azar, otoño significó para Andrés y para mí, el comienzo de una separación inevitable. La ciudad, de otra parte, empezaba a mostrarse fría y hostil hacia nosotros, y en vez de ayudar a encontrarnos en algún lugar, cada vez nos aislaba más, abandonándonos a nuestra propia suerte y al destino incierto que iban tomando los días. La soledad y el desconcierto, por su parte, también iniciaban su triste tarea robándonos nuestra energía y dejándonos en un estado de desolación, que sobre todo, se hacía más pesado en aquella chambra del Séptimo Cielo donde el silencio era tan fuerte, que hasta las moscas que había dejado el último inquilino salían despavoridas para nunca regresar.
Era un lugar sórdido, de escasa luz y paredes gruesas y costrosas donde todavía rondaba el olor pestilente de su antiguo inquilino; no tenía agua ni inodoro, y por las noches cuando daban ganas de orinar, había que sacar el pene por la ventana para evitar ese zaguán oscuro donde estaba “el turco”, un lavabo y treinta y cinco piezas numeradas, como en los asilos.
En el corredor, la hilera de puertas del mismo color daba la idea de un hospital donde los enfermos vivían encerrados, y únicamente salían cuando estaban aburridos o tenían que cumplir alguna necesidad apremiante. Uno se cruzaba con ellos en “el turco”, en las mañanas donde siempre había que hacer cola, o en las escaleras que tenían la forma de un caracol sucio y renegrido por la mugre. De resto, durante el día, no se veía entrar un alma por el pasillo; sólo la infinita hilera de puertas numeradas, que al ser observadas desde cualquier ángulo producían una desagradable sensación de vacío y soledad, como si en aquel lugar no viviera nadie o estuviera habitado por fantasmas.
Yo llegué a aquel lugar una mañana de octubre fría y soleada. Las hojas de los árboles esparcidas sobre el asfalto creaban una gruesa alfombra por donde daba gusto y se hacía agradable caminar. La concierge me había entregado las llaves y aduciendo una vieja enfermedad que la aquejaba en ese momento, me dejó en la puerta gris donde había un letrero que rezaba:

“ESCALERA DE SERVICIO” y más abajo, en trazos borrosos y descoloridos, una letra “C”

Los primeros días pasaron tranquilos, sin ninguna novedad que de pronto rompiera el curso de las cosas. Yo acostumbraba a quedarme todo el día en la chambra, reconociendo el lugar y aprehendiendo el nuevo espacio en el que iba a vivir de una manera fija, como decía el contrato. Reconocía los nuevos objetos que me rodeaban, los nuevos olores y humores que entraban del pasillo cuando yo salía al baño o tenía que bajar en busca de comida; las voces, y cierto ruido especial que al principio no identifiqué, pero que después, por la fuerza de la costumbre y de las visitas continuas al “turco” pude felizmente descubrir. Sentado en una mesa que había recogido en la calle, pasaba horas enteras escribiéndole cartas a mi madre y a mis valerosos amigos donde les contaba con lujo de detalles mi primer día en Francia, las largas y agotadoras caminatas por París en compañía de Andrés que desde Cali ya era considerado como un “nuevo integrante” de la familia Velásquez; ciertas aventuras y desgracias (las primeras exageradas), y sobre todo, en aquellas epístolas que a veces llevaban entre sus pliegos hojas de otoño y boletos de entradas a museos, me regodeaba describiendo con artilugio y sabiduría mi nueva residencia en Francia.

“Querida mamá, ahora vivo en un séptimo piso de prestado, cuarto alfombrado, luz, agua caliente y agua fría, cargas comprendidas. Me doy el lujo de hacer mis necesidades –como dice la gente emperifollada en la mesa de comedor– en un cagadero de porcelana china que se desocupa por la acción de la energía. Ahora, justamente, estoy sentado en este delicioso lugar donde suelo inspirarme y recordar los momentos más felices de mi vida.
No es necesario decirlo, pero para mí los inodoros siempre han sido fuente de vida, lugar donde se han craneado los grandes proyectos y dirimido los más grandes negocios; los más horrendos crímenes se han planeado en este oscuro lugar y gestado las más perversas pasiones. Los argumentos más serios y convincentes los he leído en los baños públicos; sobre todo, los más sinceros.
Aquí, en este lugar, supe del profundo amor que sentía “Pajarito” por sus alumnos; me di cuenta que María, la vendedora de grosellas, lo daba por diez pesos y si le gustabas, por nada; conocí la lista de los que habían traicionado (estaban todos pintados sobre un papel que alguien había usado para limpiarse el trasero), fumé yerba y leí por primera vez a Kafka.
Ahora es diferente. Estoy sentado estrenando, como se dice en Cali, con las nalgas blancas del frío y viendo las películas del momento. A mi lado, está el papel higiénico “Sedita” y un spray para conservar el medio ambiente, por si las moscas. Periódicos, el diccionario Larousse pequeño-de-bolsillo y algunos ejemplares de ciencia-ficción.
Quizás, hoy asuma una actitud más intelectualizada pero la postura continúa siendo la misma. Me siento, abro una página para distraerme y empieza la película del pensar. Es como el oráculo de los dioses. Al principio es la postura serena, el rogar, el implorar, luego se va acrecentando hasta que culmina en un clímax fortísimo y, ¡plafh! Es cuando yo digo que la musa me atrapa, la inspiración, la Gran Cagada, y después a esperar la paz.
Tu hijo que te quiere: Román.